Vengo del fin de semana encantada de la vida, porque he ido al teatro y había como mucho 30 personas.
Tengo que decir que eso satisface ampliamente mi lado elitista -soy miembro de una inmensa minoría, que además es ínfima en este país- pero también me produce un infinito desagrado, porque los brutos de los que no van no saben lo que se pierden.
Estamos de acuerdo en que tiene un coste elevado para la economía media, más si lo comparamos con una entrada de cine, que cuesta de tres a quince veces menos. Yo personalmente creo que no hay comparación posible, pero esto es lo que hace la gente. Además está que hemos perdido la cultura del directo, y todo lo que se hace en vivo -salvo los conciertos de música pop/rock de masas- de entrada tiene que ser malo, porque es infinitamente mejor que te lo den rodado y sin interactividad ninguna. Vamos, que da igual que sea bueno o malo el producto, lo único que puedes hacer es dejar de verlo y contarle el final a tus amigos para reventar la venta de entradas. En el teatro, en cambio, si no te gusta la obra siempre puedes dar tu opinión, aplaudir o dejar de hacerlo, y aunque no comparto esos métodos, irte con la función en marcha si realmente la detestas. Sea como fuere, hay alguien que te ve, y ve si te ha gustado o no, y si tiene la posibilidad cambiará lo que no conecta con la gente y potenciará lo que sí. Pero no iba a eso. A lo que yo me refería es a que el valor intrínseco de ver algo que está básicamente dirigido a ti porque tú lo has elegido, y no a miles de millones de potenciales espectadores de clase media entre 20 y 35 años, lo hace único, mágico. Es para ti, parecen decirte. Es un regalo.
Yo fui a ver Carmen, no la ópera sino el montaje de Sara Lezana, con el Ballet Flamenco de Madrid, que se ha acabado el domingo. Ya digo, treinta almas como mucho... y qué os voy a contar. La sala a oscuras, salvo una tenue luz que iluminaba al guitarrista. Esas notas que flotaban por el aire, inundándolo todo, atrapándolo todo en sí. Esa danza de la Muerte, espectacular, soberbia en su sobriedad. Ese torero que se marca un zapateado de seis minutos, seis. Esos celos, ese amor desgraciado delante de tus ojos. Esa puñalada, y el grito desgarrado del asesino que se arrepiente de haber destruido lo que más quería en el mundo. Esa locura, esa vida, esa tragedia que siempre arrastra consigo el ser humano. Salí fascinada.
A mí, como ya habreis colegido hace mucho, me van las emociones intensas. Esto fue increíble. Pero me dio una tristeza infinita cuando me di cuenta de que era la única que aplaudía de pie. Hasta me tiraron un beso, no os digo más.
A lo que hemos llegado. Que lo que debería ser lo normal, apreciar el esfuerzo y el trabajo, el buen hacer y la dedicación en lo que vale, sea lo extraño, lo raro, lo infrecuente. No sé de qué me sorprendo, si esto lo vemos todos los días... pero allí, delante de aquellos bailarines que se dejaban la piel para que yo me creyera la pasión que había en la historia, me dio una pena tan grande que aún no puedo separar el recuerdo de la obra de un poso amargo: los pocos que fueron a verla ni siquiera la vivieron de verdad. Esto es lo realmente triste, lo pobres que nos hemos vuelto por dentro. Al menos puedo decir que para mí fue impresionante, que yo lo transmití a las personas que interesaban, y los demás que hagan lo que puedan.
Sigue siendo demasiado abrumador para mí acercarme siquiera de lejos al erial que en cuestión de arte seguimos siendo en este país, a esa escombrera que algunos quieren hacer pasar por patrocinio cultural, a los escasos y denodados esfuerzos contra corriente de algunos pocos para que las cosas cambien... pero así somos y así estamos. Y eso que somos la octava potencia mundial.
Si el escaso ascendiente que tengo sobre vosotros pesa en algo, por favor, id al teatro. A ver lo que sea, lo mismo da, pero id porque os perdeis la esencia de la cultura, lo que ha constituido nuestra identidad desde los tiempos de la Grecia Clásica y posteriores, lo que ha hecho que seamos en buena medida como somos. Y ya aprovecho para hacer sugerencias a los que manejan el cotarro: por favor, menos telefilmes, menos Champions League (¿por qué lo llaman "deportes" cuando quieren decir "fútbol"?) y más obras del siglo de Oro. De rodillas os lo pido.
La vida es maravillosa. Sin más ;o)
20 agosto 2007
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